¿QUÉ
ES LA CULTURA?
Angelo Altieri Megale*
La
palabra cultura (del tema cult,
perteneciente al verbo latino colo,
colere, cultum = cultivar) significa etimológicamente cultivo. Como palabra fundamental, ella entra en composición con
palabras específicas, que determinan su sentido general; así
“agri-cultura” = cultivo del campo. Cicerón, en las Tusculanas
(2, 13), emplea la expresión cultura
animi en el sentido de “educación espiritual”; y Horacio, en las Epístolas
(1, 1, 40. B), usa la palabra con el mismo sentido, si bien no añade término
especificativo alguno. Cultura, atento
a su definición verbal-etimológica, es, pues, educación, formación,
desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del
hombre; y en su reflejo objetivo, cultura es el mundo propio del hombre, en
oposición al mundo natural, que existiría igualmente aun sin el hombre.
Cultura, por tanto, no es solamente el proceso de la actividad humana, que
Francisco Bacon llama metafóricamente la “geórgica del animo” (De
dignitate et augmentis scientiae, VII, 1); es también el producto de tal
actividad, de tal formación, o sea, es el conjunto de maneras de pensar y de
vivir, cultivadas, que suelen designarse con el nombre de civilización. Así entendida, cultura es un nombre adecuado para
aplicarse, sensu lato, a todas las
realizaciones características de los grupos humanos. En él están comprendidos
tanto el lenguaje, la industria, el arte, la ciencia, el derecho, el gobierno,
la moral, la religión, como los instrumentos materiales o artefactos en los que
se materializan las realizaciones culturales y mediante los cuales surten efecto
práctico los aspectos intelectuales de la cultura (edificios, instrumentos, máquinas,
objetos de arte, medios para la comunicación, etcétera).
Pero no siempre el término
cultura ha tenido una extensión tan
grande; anteriormente, máxime en la edad clásica, su denotación era mucho más
restringida. En la Grecia antigua, el término correspondiente a cultura era paideya
(lit. crianza de un niño; met. instrucción, educación perfecta), al paso que,
en la Roma de Cicerón y de Varrón, se usaba la palabra humanitas
(lit. naturaleza humana; met. dignidad humana, educación refinada). Se entendía
por educación perfecta o refinada la
que proporcionan las buenas artes, que
son propias y exclusivamente del hombre y lo diferencian de los demás animales
(A. Gelio: Noches áticas, XIII, 17).
Las buenas artes eran la poesía, la elocuencia, la filosofía, etcétera, a las
cuales se reconocía un valor esencial para la formación del hombre verdadero,
del hombre en su genuina y perfecta naturaleza, o sea, del hombre concebido como
pura mente, como puro espíritu.
A partir del siglo I antes de Cristo, por obra especialmente del filólogo
romano Varrón, se llamó artes liberales
(o sea, dignas del hombre libre; los esclavos, en Grecia, estaban excluidos de
la educación), en contraste con las artes manuales, a nueve disciplinas: gramática,
dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía, música,
arquitectura y medicina. Más tarde, en el siglo V, Marciano Capella, en su obra
Las nupcias de Mercurio con la Filología
(donde la esposa es acompañada precisamente por las artes liberales), eliminó
las últimas dos, la arquitectura y la medicina, por no ser necesarias a un ser
puramente espiritual (es decir, que no tiene cuerpo). Quedó, de esta manera,
definido el currículum de los
estudios (un trivium: gramática, dialéctica
y retórica, y un quadrivium: aritmética,
geometría, astronomía y música), destinado a permanecer inmutado por muchos
siglos. S. Tomás fundaba la distinción entre artes liberales y artes
manuales o serviles en que las primeras están dirigidas al ejercicio de la
razón y las segundas a los trabajos del cuerpo, que en cierto modo son
serviles, porque el cuerpo está sometido al alma y el hombre es libre según el
alma. Para significar el arte manual o mecánico, en griego se empleaba la
palabra banausía, que implicaba una
valoración negativa de tal actividad como algo grosero y vulgar. Ya Herodoto (Historias,
II, 155 sigs.) observaba que tanto los griegos como los bárbaros convenían en
considerar inferiores a los ciudadanos que aprenden un oficio y, en cambio, en
considerar como gente de bien a los que evitan los trabajos manuales y se
dedican principalmente a la guerra. Jenofonte (Económico,
IV, 203) sostiene, a su vez, que las artes mecánicas deshonran a las ciudades.
Platón, en el Gorgias (512 B), dice
que hay que despreciar a los que ejercen las artes mecánicas, por más que sean
útiles. Más explícitamente Aristóteles (Política,
III, 4, 1277 sigs.) afirma que el poder señorial es propio de quien no sabe
hacer cosas necesarias, pero las sabe usar mejor que sus dependientes; saberlas
hacer es propio de los esclavos, es decir, de la gente destinada a obedecer. Es
lamentable que el genio de Platón y de Aristóteles no haya sabido mirar hacia
el futuro y haya sancionado la constitución social de su tiempo, basada en la
esclavitud: de un lado estaban los que lo poseían todo; del otro, los que no
tenían más razón de existir que la de proporcionar los bienes necesarios para
la existencia de los primeros. El esclavo no pasaba de ser un instrumento
animado; y todos los que se dedicaban a los trabajos manuales no se
diferenciaban substancialmente de los animales, porque también éstos (se decía)
trabajan, luchan para proporcionarse el alimento y para satisfacer otras
necesidades, porque también éstos son meramente soma
(cuerpo) y no nous (mente pensante).
Este concepto clásico de cultura es, pues, eminentemente aristocrático:
no todos pueden acceder a ella, sino solamente los mejor dotados. Por otro lado,
es naturalista, ya que excluye toda
actividad ultra-mundana, o sea, que no
esté dirigida a la realización del hombre en el mundo. Por fin, es contemplativa,
al ver en la vida teórica,
enteramente dedicada a la búsqueda de la más alta sabiduría, fuera de
cualquier utilidad práctica, el fin último de la cultura. En la condena y
subestimación del trabajo manual, máxime si tiende a la consecución de una
ganancia, el concepto clásico de cultura se aviene perfectamente al sentido de
la palabra latina otium (descanso de las ocupaciones de los negocios, tiempo libre
porque no es ocupado por los negocios), en oposición a negotium (nec otium, a
saber, ocupación, actividad práctica). El griego empleaba la palabra sjolé
con sentido similar: ocupación de estudios, ocio, descanso.
La edad media en parte
conservó y en parte modificó el concepto clásico de cultura: conservó los
caracteres aristocrático y contemplativo, pero substituyó el carácter
naturalista con el carácter religioso-trascendente: fin de la cultura es la
preparación del hombre para el cumplimiento de los deberes religiosos y la
consecución de la vida ultraterrenal. La filosofía adquirió una función
eminente, pero diversa de la que había tenido en el mundo grecorromano: dejó
de ser el conjunto de las búsquedas autónomas que el hombre organiza y
disciplina de acuerdo con los instrumentos naturales que él posee, o sea, con
los sentidos y la razón, y se convirtió en auxiliar de la teología para la
defensa y la demostración, hasta donde sea posible, de las verdades reveladas (philosophia
ancilla est theologiae). Sin embargo, la cultura medieval conservó, como se
dijo arriba, los caracteres aristocrático y contemplativo, propios del ideal clásico.
El carácter aristocrático fue afirmado sobre todo por la filosofía árabe:
solamente a unos pocos (dice Averroes) es accesible la verdad filosófica; a los
más sólo les queda la revelación religiosa. El carácter contemplativo se
mantuvo en el conocimiento científico y filosófico y se acentuó en el
contenido religioso como preparación y anticipación de la contemplación beatífica
del alma en el reino celestial. En general, el saber de la Edad Media se
significó por religioso y enciclopédico. El progreso del saber en la antigüedad se había
caracterizado por una creciente especialización,
producto de una cada vez más grande autonomía de las ciencias particulares
respecto de la filosofía. Aunque ésta era reconocida como “la madre de todas
las ciencias”, jamás logró sujetarlas a sus principios y a sus métodos,
porque, a causa de la norma vigente de la libre investigación, ninguna
corriente filosófica llegó a ser exclusiva
por su prestigio o a gozar del apoyo oficial. Esta circunstancia, o sea, la
imposibilidad de que un sistema filosófico se constituyera en sistema
predominante y orientara la búsqueda en todos los campos del saber, junto con
el amor desinteresado por la verdad y el contacto con la naturaleza, promovió
aquel admirable florecimiento de descubrimientos que hace de los dos últimos
cinco o cuatro siglos de la edad precristiana uno de los periodos más luminosos
de la ciencia humana. En cambio, en la edad media, el interés por la búsqueda
de lo nuevo y por el acrecentamiento del patrimonio científico decayó
notablemente: la teología ya tenía listas las respuestas a los grandes
problemas del Ser absoluto y universal, propios de la Metafísica; y, en cuanto
al conocimiento de la naturaleza, la edad media aceptó sin reservas la ciencia
aristotélica como una adquisición definitiva del pensamiento humano. Los
programas de las escuelas no tenían otra finalidad que la formación de los clérigos. Para ello, resultaban suficientes las siete artes
liberales: en la escuela de gramática, se estudiaba el latín, por cuanto era
la lengua del clero; la enseñanza de la retórica y de la dialéctica tendía a
la formación de los predicadores; la matemática era la llave para la
interpretación del significado místico y simbólico de los números; el
conocimiento de la astronomía servía para la compilación del calendario
eclesiástico; por fin, huelga recordar la estrecha relación de la música con
las ceremonias del culto. Desde luego, no todo significó estancamiento de
pensamiento: al lado de las escuelas claustrales y episcopales, empezaron a
surgir las primeras universidades laicas, animadas por un espíritu nuevo de
intensa curiosidad, de independencia, de crítica, de libre movimiento, preludio
de la edad moderna.
La edad moderna fue
anunciada por un intenso y admirable movimiento cultural, que tuvo su primero y
más importante centro en Italia. La intención declarada era “abrir las
ventanas al pensamiento”, que había quedado encerrado dentro del sistema
aristotélico-tomista. Ello implicaba el repudio del principio de autoridad y de
la tradición y la afirmación del derecho a pensar libremente, fuera de
compromisos de cualquier especie. Dicho más escuetamente, la cultura se laicizó.
El humanismo tuvo, entre sus rasgos esenciales, el reconocimiento del valor humano
de las letras clásicas. Ya en tiempos de Cicerón y de Varrón, como se ha
dicho arriba, la palabra humanitas
significaba la educación del hombre como tal, como ser espiritual. En el
humanismo, tal concepto se perfeccionó, al reconocerse en la elocuencia y, en
general, en los estudios literarios, que culminaban en el arte de componer en
latín y en griego, la base o, mejor dicho, el alma de la educación
intelectual. Según los humanistas, el estudio de las letras clásicas cumplía
con la función formativa del hombre desde un triple punto de vista: a) como
medio de expresión y perfeccionamiento del pensamiento; b) como medio de
refinamiento del gusto estético; c) como medio de preparación para la vida.
Cumple con la primera función, por cuanto las lenguas antiguas con su
organización lógico-gramatical obligan, por así decirlo, al pensamiento a ser
claro y ordenado. Cumple con la segunda función, porque, al descubrirnos un
mundo deslumbrante por su belleza, educa el gusto. Por fin, cumple con la
tercera función, porque prepara a los jóvenes al cumplimiento cabal y
responsable de sus deberes en el seno de la vida social. La cultura renacentista
sigue, por tanto, siendo aristocrática:
la sabiduría está reservada a pocos; el sabio humanista está separado del
resto de la humanidad, posee un status
metafísico y moral propio, distinto del status
de los demás hombres. Por otro lado, la cultura humanista recupera el carácter
naturalista, que se había perdido en
la edad media: el hombre queda situado en su mundo, que es el mundo de la
naturaleza y de la historia. La formación humanista consiente al hombre vivir
de la manera mejor en el mundo que es suyo; y la propia religión, desde este
punto de vista, es elemento integrante de la cultura, no porque prepare hacia
otra vida, sino porque enseña a vivir bien en ésta. En cambio, la cultura
renacentista abandonó el carácter contemplativo de la noción tradicional de
cultura e insistió en el carácter activo,
práctico de la sabiduría humana. Ya
en el siglo XIV, Coluccio Salutati (1331-1406) decía en el De nobilitate legum et medicinae: “Me causa extrañeza el que se
sostenga que la sabiduría consista en la contemplación. Ya que la verdadera
sabiduría no consiste en la mera especulación, no puede llamarse sabio a
quien, aun habiendo conocido cosas celestes y divinas, no es útil a sí mismo,
a la familia, a los amigos y a la patria”. La sucesiva afirmación de esta
concepción activa de la cultura caracteriza el comienzo de la edad moderna. Nos
basta con citar a los dos pilares de la filosofía de este tiempo: Bacon y
Descartes. De Bacon referimos: “Hay que saber aplicar los descubrimientos de
la ciencia a los fines de una vida feliz” (Selva
de las selvas, apéndice: “Nueva Atlántida”); “El hombre es ministro
e intérprete de la naturaleza, cuyo ordenamiento descubre por obra de la
inteligencia y de la observación” (Novum
organum, cap. I); “Saber y poder coinciden, ya que sólo obedeciendo a la
naturaleza, esto es, entendiéndola y explicándola, se puede llegar a
dominarla” (Novum organum, ibídem).
De Descartes reproducimos: “Todo hombre está obligado a procurar el bien de
los demás como está en sus manos, ya que nada vale quien a nadie es útil” (Discurso
del método, Sexta Parte).
Con la filosofía de las
luces se eliminó el carácter aristocrático de la cultura, que había
permanecido inalterado desde la edad clásica. La Ilustración, por un lado,
trató de aplicar la crítica racional a todos los objetos susceptibles de
investigación y, por el otro, se propuso la máxima difusión de la cultura,
que dejaría así de ser patrimonio de los cultos para convertirse en
instrumento de renovación de la vida individual y social. A esta doble tarea
colaboraron al mismo tiempo filósofos, literatos, poetas, hombres de ciencia,
críticos y políticos. Esta confluencia de corrientes encontró, en Francia, su
documentación luminosa en la Enciclopedia,
diccionario universal de ciencia y de letras, de arte y de oficios, que quería
ofrecer un cuadro general de los esfuerzos del espíritu humano en todos los
campos del saber y en todos los siglos. Cada cosa fue removida, cada cosa fue
objeto de análisis y de juicio. Los intelectuales pretendían liquidar el orden
existente con la fuerza de su lógica para construir luego un nuevo arreglo con
el instrumento de la razón.
Mientras tanto, el dominio
mismo de la cultura iba ensanchándose: nuevas disciplinas que se habían
formado y que habían adquirido su autonomía exigían ser incluidas dentro del
concepto de cultura como elementos constitutivos, esto es, como elementos
indispensables para la formación de una vida humana equilibrada y rica. Ya no
satisfacía la vieja noción humanística; era preciso también el conocimiento,
en cierta medida, de la matemática, la física, las ciencias naturales, las
disciplinas históricas y filológicas, etc. De esta manera, el concepto de
cultura acabó por significar enciclopedismo,
es decir, conocimiento general y sumario de todos los dominios del saber. Del
todo contrario a la difusión sin discernimiento de la cultura se mostró J- J.
Rousseau, el maestro de Robespierre, el teórico de la igualdad social. “¿Qué
puede pensarse -dice- de estos compendiadores de obras que, de una manera
indiscreta, han abierto las puertas de las ciencias y han hecho penetrar en su
santuario a un populacho indigno de aproximarse a ellas?”
Desde los comienzos del
siglo presente, se ha advertido la insuficiencia del ideal enciclopedista.
Benedetto Croce lamentaba, en 1908, que hubiera prevalecido “el tipo del
hombre que posee no pocos conocimientos, pero que no posee el conocimiento”
(es decir, que no tiene una visión sistemática y profunda de la realidad; su
cultura consiste en un sinnúmero de conocimientos superficiales, inconexos y
dispersos). En verdad, el problema de la cultura, a mi juicio, se ha agravado en
el curso de este siglo a causa de la multiplicación y especialización de las
orientaciones de búsqueda y, por tanto, de las disciplinas (naturalistas o no
naturalistas). La creciente industrialización del mundo contemporáneo impone
la formación de competencias específicas,
alcanzables sólo mediante adiestramientos particulares, que relegan al hombre a
campos excesivamente restringidos de estudio y de actividad. La sociedad
presente exige de cada uno de sus miembros el rendimiento
en el oficio y en la función que le han sido asignados; y el rendimiento
depende de los conocimientos específicos para el desempeño de actividades prácticas
y productivas, y no de la posesión de una cultura general desinteresada. Yo
reconozco la utilidad de las competencias específicas, indispensables a la vida
del hombre singular y de la sociedad en su conjunto. Por otro lado, esta situación
se ha determinado bajo la acción de condiciones histórico-sociales, que no
pueden ignorarse y mucho menos anatematizarse. La pregunta que, aquí, nos
interesa formular es: ¿son dichas competencias específicas expresiones de
cultura? Hay cierta resistencia, de parte de los elementos más conservadores, a
aceptarlas como tales, a causa de su naturaleza de trabajos manuales o mecánicos
y de su finalidad utilitaria. A ello puede objetarse: primero, que también las
artes denominadas manuales o mecánicas suponen la acción directriz de la razón
(no hay actividad ejercida únicamente con el cuerpo, sin que la mente
intervenga); segundo, que también las denominadas artes espirituales o
racionales se han profesionalizado (y, por lo mismo, tienden a la ganancia) y
también ellas necesitan más o menos del cuerpo. De aquí se sigue que la vieja
distinción tomista entre artes liberales (exclusivas de la razón) y artes
serviles (propias del cuerpo) ha perdido actualidad. Si deseamos, por
consiguiente, ennoblecer el concepto de cultura, hemos de eliminar de él
cualquier tendencia a la ganancia y restringir su denotación a las formas más
elevadas de la vida de un pueblo, tales como: la filosofía, la religión, el
arte, la ciencia, etcétera. A la luz de esta noción de cultura recobra
vigencia el modelo humanístico de educación. Yo creo que el ideal humanístico,
con todas sus insuficiencias, es básico, es fundamental, para el mejoramiento
intelectual, moral y del gusto estético del hombre. Recuérdese que la educación
humanística, además de servir como medio de expresión y perfeccionamiento del
pensamiento y para el refinamiento del gusto estético, prepara para una vida
digna y plena de espiritualidad. En efecto, una vez constituida la personalidad
a través de los estudios literarios (en especial de las letras clásicas, cuyos
exponentes pregonaron, defendieron y realizaron de una manera eminente los
valores eternos y universales del espíritu), o sea, una vez adquirida la
conciencia clara de los valores humanos, el individuo puede ocupar con dignidad
su puesto en el contexto social, independientemente del fin específico de su
actividad profesional (el humanismo no tiene finalidades profesionales ni técnicas),
por ser dueño de sí mismo y moralmente responsable. Me permito pensar que, si
todos tuviéramos un mínimum de formación humanística, viviríamos en un mundo mejor.
Ojalá (y con este deseo
termino) todos sepamos, a lo largo de nuestra existencia, aprovechar los
descansos de las ocupaciones materiales para enriquecernos espiritualmente, es
decir, para hacer de nuestro tiempo libre el otium de los antiguos, lo cual constituye todavía la mejor definición
de cultura.
*Angelo Altieri Megale es profesor hemérito de la Universidad Autónoma de Puebla.